Port Royale, conquistando los mares

Eran tiempos difíciles para nuestra patria. El hambre, la peste y la pobreza reinaban en la sociedad, evidenciando la ostentosidad de los que reinaban en verdad. La patria iba bien decían, el oro y comercio de la nueva ruta a las indias aumentaba día a día las arcas de nuestra nación. Pero las arcas no eran para el pueblo.

Harto ya de ver tanto sufrimiento contrastado con historias de aventura y riqueza más allá de los mares, decidí hacer honor a mis ancestros y como buen marinero y mercader de tradición familiar, vendí mis pocas propiedades y marché al nuevo continente. Un nuevo mundo de negocios, aventuras y tesoros esperaba mi llegada…

El viaje fue mucho peor de lo esperado. Cuando los viejos marineros te narran sus viajes y proezas, uno tiende a quedarse con las hazañas y ganancias. Marinero desde mi infancia, confiado y experimentado, el gran océano nos mostró sus peores tempestades y eternas calmas. De poco servían mis anteriores viajes por el tranquilo Mare Nostrum, cuando el oponente nos atacaba con olas de más de 8 metros sin costa a la vista en la que refugiarse.

No me excederé en contar las penurias de un viaje sin fin, como años después me recordaría un amigo y rival de tierras inglesas, nosotros sólo éramos dos soñadores más de los miles y miles que sufrieron el mismo suplicio. Tras interminables semanas que parecieron años, el nuevo mundo apareció ante mis ojos.

Cientos de islas repletas de frondosas selvas rivalizaban con miles de barcos de todo tipo sorteando las mismas. Banderas de las mayores potencias se mezclaban con navíos mercantes y otros de dudosa procedencia. Aún no hacía un siglo que la Corona había llegado a aquellas inhóspitas costas, pero ese tiempo había sido suficiente para plagar aquel mar de islas con puertos y ciudades bajo nuestra bandera junto a las de nuestros enemigos o rivales europeos. Las coronas de media Europa competían en una carrera en la que el cacao, cáñamo, oro y otros productos condicionaban la victoria o derrota.

Mi llegada a la colonia de Margarita fue tal como pensaba, una vez pisé tierra firme me transformé en un completo desconocido entre cientos de marineros, comerciantes, obreros, autóctonos y soldados. No fue ninguna sorpresa, era lo que esperaba. En mi bolsillo interior, conservaba una gastada bolsa con la cantidad de oro necesario para empezar una nueva vida. No necesitaba nada más.

Tras observar la frenética actividad que reinaba en la ciudad, conocer sus gentes, autoridades y estudiar los productos con los que podría comenzar mi empresa, el siguiente paso fue descubrir a quién podría vender mis productos. El gran negocio de las colonias consistía en llevar metales preciosos y productos exóticos al viejo continente, pero yo era un pobre mercader sin navíos ni tripulación y los recursos necesarios para realizar tal hazaña. En consecuencia, mi empresa consistiría en proveer a las diferentes ciudades de sus necesidades y posteriormente, nutrir a las grandes flotas que surcaban el océano con aquellos productos que necesitasen. Pero como en todo negocio, debía empezar desde abajo…

Mi primera compra fue una sencilla pinaza, un barco de vela con una capacidad de carga de 50 barriles y tripulado por un capitán y cuatro marineros. Pequeño pero ligero y maniobrable, me serviría para conocer las decenas de ciudades de este nuevo mundo, sus necesidades y en caso de divisar la temida bandera pirata, huir despavoridamente como cualquier comerciante haría… Fueron semanas repletas de sorpresas en las que mi viejo mapa de la zona se fue plagando de nuevas ciudades y anotaciones. Era un trabajo que debía hacer por mi mismo ya que poca ayuda recibiría por parte de los compañeros de mi gremio.

Pero una vez más, la realidad me golpeó con fuerza. Durante todo el tiempo que había invertido en conocer los asombrosos mares del caribe y sus sorprendentes islas y asentamientos, mis ahorros habían ido disminuyendo en las pagas de marineros y el alquiler de un destartalado almacén con el que me había hecho en Margarita, ciudad que sería mi centro de operaciones. Debía obtener ingresos rápidos o caer en las fauces e intereses de los prestamistas.

Afortunadamente, el comercio siempre suele anteponerse a otros intereses como guerras o ideologías. Mientras las flotas imperiales luchaban entre ellas a escasos kilómetros mar adentro, los comerciantes teníamos las puertas abiertas en la mayoría de los puertos. Supuestamente exento del riesgo de ataques por parte de otras naciones, mi labor inicial fue sumamente fácil en un principio… Comprar barato y vender caro. Yo mismo sería quien realizaría todas las transacciones, en un lugar en el que en nadie podía confiar.

Sal, pescado, carne, patatas, telas, tintes, azúcar, cáñamo… Fueron algunos de los productos con los que mi pequeña pinaza viajaba de ciudad en ciudad. ¿El grano estaba barato en Tortuga gracias a una sobreproducción? Perfecto, seguro que los mal nutridos habitantes de Puerto Santo pagarían un buen dinero por el. ¿La prolífica industria de pescado en Maracaibo se había quedado sin sal? Un viaje a Nassau para llenar mis bodegas de este oro blanco podría aliviar sus necesidades.

Y así pasaron los meses, navegando de ciudad en ciudad, comprando sólo lo que sabía que iba a vender y viendo como mi fortuna iba en aumento poco a poco. Quizá demasiado poco a poco. ¿Había viajado hasta la otra parte del mundo para subsistir? No, yo quería mucho más que eso. Estaba rodeado de miserias y dificultades, pero también de lujo y riquezas. Lujo y riquezas… eso era lo que yo buscaba. Con mi pequeña fortuna labrada a golpe de transacción, llegó el momento de dar un paso adelante. Comerciar era fructífero, pero en este nuevo mundo aún sin limitaciones, mi empresa podía crecer mucho más, seguiría comerciando pero… comerciaría mis propios productos.

Empecé por lo básico. Una plantación de patatas únicamente necesitaba un buen espacio de tierra y una treintena de hombres para su cultivo. Por mucho que subiesen los gastos, siempre sería más rentable que comprarlas a otro productor. De esta forma, mi comercio se especializó en ese nuevo tubérculo de curioso sabor. Conociendo las ciudades cercanas dependientes de productos alimenticios, mis trayectos se centraron en proporcionar alimento a sus gentes. Yo mismo seguía capitaneando mi pequeña pinaza y poco a poco, comprobé como la formula de cultivar y vender por mi propia cuenta, me proporcionaba unos ingresos pequeños pero seguros. Llegaba el momento de aumentar la producción.

De una plantación pasé a cuatro, con esto conseguí cuadriplicar mi producción, bajar los costes de la misma y eliminar el hambre de las ciudades cercanas. Todo un logro inicial que se convirtió posteriormente en mi pesadilla particular. El precio de la patata bajó considerablemente y mi granero se colapsaba frente a la escasa demanda. Yo mismo había cavado mi propia tumba y debía encontrar una solución lo antes posible… Y la encontré.

Me hizo falta valor, pero decidí invertir todo mi capital en dos nuevos navíos con sus capitanes y marineros. Si las ciudades vecinas ya no necesitaban como antaño mi suministro de patatas, debería ampliar mis rutas comerciales, aunque con ello perdiese la posibilidad de controlarlo todo, otros harían por mí el trabajo que yo había iniciado. Indiqué a mis capitanes a que ciudades ir, a que precio debían vender y en caso de que encontrasen algún “chollo”, cuantas unidades debían comprar y traer de vuelta al granero. Mi negocio volvió a subir dándome a su vez una valiosa lección, antes de sobre-producir, mejor expandirme en rutas y ampliar mi oferta.

A mi producción de patatas se sumaron otras como la carne, la madera, las telas, el ladrillo o el ron. Para confeccionar algunos productos era autosuficiente, para otros necesitaba comprar cáñamo o sales de otras ciudades variando así el precio final de fabricación, pero aún así me salía más rentable que comprar un producto ya confeccionado. Mi flota fue aumentando tanto en navíos como en tripulación. Lo que había empezado con una pequeña pinaza se había convertido en una gran empresa repleta de plantaciones, fabricas, residencias para mis trabajadores, grandes filibotes mercantes y rápidos bergantines.

Mi fama aumentaba y mis servicios eran requeridos en múltiples ciudades de muy diversa bandera. Transporte de mercancías o celebres personas, porciones de mapas del tesoro y ayudas económicas a ciudades del caribe son sólo algunas de las oportunidades o donaciones que se me presentaban, llegando incluso a tener en mi poder, la mano de múltiples y adineradas doncellas. La fortuna me acompañaba pero a su vez, una sombra se cernía sobre mi prometedora empresa y lo que es peor, sobre mi orgullo y persona… los piratas.

Día tras día mis embarcaciones eran saqueadas por los malditos piratas. Mataban a mis marineros, sustraían mis productos y se adueñaban de mis navíos. Los gobiernos de las naciones poco podían hacer frente a esta plaga, ellos mismos propiciaban la piratería vendiendo las patentes de corso, la guerra se mezclaba así con el comercio y si nuestro imperio declaraba la guerra a los ingleses, estos se sumaban a los piratas como enemigos con la bula de la patente de corso. Era un mundo desconocido para mí, pero de nuevo había llegado el momento de dar un paso al frente, si las naciones no protegían a sus comerciantes e incluso fomentaban el enfrentamiento entre ellos mediante las patentes de corso, no sería yo el que me quedase contemplando como mi empresa caía en sus manos.

Gracias a mis negocios, había logrado obtener una empresa rentable y con unos buenos márgenes de beneficios fijos, los suficientes para comprar una bricbarca de 20 cañones y pagar a 50 armados marineros. Mi misión inicial sería dar caza y vengarme de todo barco pirata que encontrase, aunque como pude comprobar poco después, en casos de superioridad enemiga lo mejor era dar media vuelta.

Fue así como descubrí las mieles de la gloria, victoria tras victoria, saqueo tras saqueo, nuevos barcos y cargamentos caían en mi poder. Mi fama aumentaba en todas las ciudades abriéndome nuevas posibilidades de negocio, los permisos de construcción se multiplicaron y llegue a tener cuatro puntos de producción, consiguiendo producir prácticamente cualquier producto existente. Había llegado al súmmum de cualquier comerciante gracias a mis habilidades en los negocios y a mi pericia en la batalla… Pero algo había cambiado dentro de mí.

Las gentes y gobernadores alababan mis proezas, limpiar aquellos mares de los mezquinos piratas en pos del libre comercio era mi supuesta motivación, pero sabía perfectamente que las delicias de la guerra hacía mucho tiempo que se habían antepuesto a mis sueños de comerciante. Batalla tras batalla había descubierto las bondades del dinero fácil. Que otros fabricasen, que otros comerciasen, yo me aprovecharía de su trabajo y mantendría mis negocios como pura tapadera.

Me gustaría decir que fue duro, pero os estaría mintiendo. Dar caza a los piratas se había convertido en un vicioso juego y como cualquier otra adicción, necesitaba más. Así fue como compré mi primera patente de corso, España estaba en guerra con el imperio francés y gracias a esta pequeña inversión, mis navíos podrían atacar a cualquier barco galo sin que ello repercutiese en mi reputación como comerciante. Una sencilla e injusta formalidad antaño criticada por un servidor, me abría las puertas a derribar tanto a la flota imperial francesa como a sus comerciantes, compañeros del gremio con los que día a día comerciaba.

Yo, que venido de la nada me había transformado en una persona respetada gracias a mis negocios e insaciable cruzada contra los piratas, ¿sería capaz de luchar contra unos pobres comerciantes o me limitaría a enfrentarme por mi patria al ejercito francés? Mis hazañas en el mar son tan conocidas en la lejana España como temidas en la lejana Francia. Es verdad que en un principio dejé escapar a cientos de comerciantes, pero mintiéndome a mi mismo, basándome en supuestos cargamentos de cañones y munición camuflados en barcos mercantes, mis ambiciones de fama y poder se convirtieron en sed de sangre.

Económicamente fue fructífero, no puedo negarlo. Pero ya no es el dinero el que me mueve. He luchado frente a flotas piratas, francesas, inglesas y holandesas… Pero la guerra ya ha acabado, la paz ha llegado. Nos lo dicen desde las lejanas tierras de España, de donde alguna vez fui ciudadano ejemplar. Pero mi corazón ya no tiene nación y es ahora aquel lejano imperio de ultramar, quien me dice que ya no debo vengar a mis amigos caídos en tantas batallas. La guerra volverá cuentan, pero yo no quiero esperar.

¿Cómo volver a mirar a los ojos a aquellos a los que hasta hace escasas semanas atravesaba con mi sable. ¿Quién se creen aquellos reyes que nunca han pisado estos mares, para decirme lo que debo hacer? Ya no hay nada que me ligue al imperio, ya no tengo bandera alguna. Yo soy el Señor de los Mares y como tal, atacaré cualquier navío que vea, conquistaré cualquier ciudad que ose no dejarme comerciar y aniquilaré a cualquier rival que se anteponga en mi camino… Estos son mis mares y si algún imperio de la vieja Europa no está de acuerdo, que se atreva a decírmelo… Mi sable le estará esperando, sea quien sea.

Sólo un viejo capitán ingles de paralela trayectoria puede hacerme frente en mi reinado. Amigos en el pasado, coincidentes en muchos puertos y rivales piratas Señores de los Mares en la actualidad, tras habernos hecho los amos de estos lejanos mares, sólo mi hermano Xavunis puede interponerse en mi camino en esta alucinante partida multiplayer en red de semanas de duración, al brillante Port Royale creado por Ascaron hace ya bastantes años pero que sigue tan fresco como siempre. Uno de esos videojuegos para los que no pasan los años y que os recomiendo tanto por su juego offline como su brillante e inusual multiplayer.

Todo lo escrito aquí, es un breve resumen de lo mucho que os puede ofrecer Port Royale, una magnifica adquisición en estos tiempos de crisis para todos los amantes de la estrategia, ya seáis jugadores novatos o experimentados. Si todavía no lo habéis probado… ¡A que esperáis grumetes!